Orlando, la ciudad que volvió a respirar

Los autos circulan con velocidad por las carreteras, aún con mucha agua, como si nada hubiese ocurrido. Empleados de distintos comercios comienzan a retirar las maderas que hasta hace unas pocas horas protegías puertas y ventanas del huracán Ian. La gente corre por la calle haciendo ejercicio y regresa a los gimnasios. Los turistas vuelven a ir de compras y a planificar sus visitar a los parques temáticos. Sale el sol.

Los residentes de Orlando dejan atrás el encierro de sus viviendas y de los refugios. Hasta la próxima temporada de huracanes se terminaron las comidas de conservas y los sustos a mitad de la noche.

Cuando parecía que lo peor había pasado, ayer por la mañana llegó esta tormenta tropical al centro de la Florida con intensas ráfagas de viento y lluvias que generaron destrozos e inundaciones.

Cuando todavía se desconoce la magnitud total del saldo que dejará el arrasador paso de Ian por suelo americano, hasta el momento provocó al menos una docena de muertes, inundó ciudades casi por completo y dejó a más de dos millones y medio de hogares sin sistema eléctrico.

Este huracán que ahora se ha vuelto a formar y se perfila hacia las Carolinas y Georgia fue catalogado en las últimas horas por el Presidente Joe Biden como “el más mortífero de la historia de Florida”.

“Me mudé hace un año con mi pareja y este fue mi primer huracán”, dice entre risas José Lima, estadounidense e hijo de inmigrantes. Y confiesa: “Tuve un poco de miedo. A las tres de la mañana había mucha tormenta y esto ocasionó que las ventanas se movieran con un viento increíble”.

Las gasolineras fueron la única excepción al cierre casi total que se vivió en la ciudad de Orlando.

Como si se tratara de la primera fase de la pandemia, pero en lugar de farmacias fueran éstas –tan solo unas pocas– las únicas que permanecían abiertas.

En la mayoría de los casos no tenían gasolina para vender, y los surtidores estaban envueltos en papel filme para que nadie pensara siquiera probarlos, pero sí, algunas tenían abiertas sus cafeterías, aunque no había clientes.

Wes llega a cargar gasolina un día después de la tormenta. Una llovizna apenas salpica su camioneta estacionada cuando todavía se escucha soplar al viento con mucha fuerza.

“Hace cincuenta años vivo acá y no tuve miedo porque ya pasé por esto antes”, explica. Y concluye que para estar a salvo lo único que hizo fue no salir a la calle.