El Caballero de Santiago: El legado de un padre y su adicción

(Read the English version here.)

Se siente muy extraño cuando te das cuenta de tu propia hipocresía. Es como arrastrar caca de perro atascada en la suela de tus tenis favoritos. Permanece mientras doblas la esquina y luego te das cuenta que el olor desagradable lo llevas tú.

Tenía 12 años y en clase de derechos civiles cuando aprendí el significado de: Hipocresía. Está mal hacer cosas que a las que te opones. Cuando me hice adulta, aprendí que muchos exhibimos tendencias hipócritas. Esto es algo que llegas a aprender con el tiempo. Pero por muchos años no me daba cuenta de la duplicidad que vivía. Mi padre me dio la lección.

Juan Rodríguez era muchas cosas. Era cocinero, trabajador, soñador, fumador, y “el caballero de Santiago”. Tenía 14 años cuando por primera vez visité el pueblo de mi padre en la República Dominicana. Tomamos una curva a un camino desde la estrecha calle, dejando la ciudad de Santiago y ascendimos el camino sinuoso y de tierra que conduce a El Caimito, el pequeño pueblo rural en donde la familia de mi padre reside. Nos paramos en el mercado, “RODRIGUEZ” estampado con letras mayúsculas en las paredes de barro. Mi padre me explicó que nuestra familia era propietaria de este local y de muchos más edificios comerciales en El Caimito. Entonces me dio unos cuantos pesos para comprar dulces, y sacó su caja de Marlboro Lights.

(Este articulo se publicó por primera vez en la revista palabra.) 

Decir que él era un fumador habitual era subestimar su vicio. Había empezado a la temprana edad de 12 años y eventualmente se fumaba un paquete de cigarrillos a diario. Es más, eran hasta dos paquetes. Mi sensación era que visitar su tierra le causaba tensión. Tenía que proveer seguridad para su novia (y los hijos de ella). Tenía que administrar los obreros de sus fincas, y su comunidad esperaba que él le diera la mano.

CABALLERO DE SU PUEBLO

Mi padre siempre vestía de colores neutros, pantalones bien planchados y camisa de manga larga. Pero su prenda de vestir más distinguida era su fedora de paja, un artículo que solo se ponía cuando estaba en su tierra.

Juan Rodríguez, en su finca en la República Dominicana.

Juan Rodríguez, en su finca en la República Dominicana.

Oye, ¡El Caballero! ¿Cómo estás?” le voceó uno que iba en la cabina de una camioneta. Mi padre tomó una calada de su cigarrillo y casualmente onduló sus manos para devolver el saludo.

En Miami nunca había escuchado a nadie dirigirse a él así, pero aquí El Caballero de Santiago era como único le decían. Nunca le pregunté cuál fue el origen de ese apodo. No fue hasta que me acerqué a mi padrino, Sofilio, a preguntarle. “Fíjate en las interacciones de tu padre con los lugareños”, me dijo. Parecía que él siempre estaba intercambiando dinero por servicios. Se daba una pelada semanalmente y el barbero nunca le decía el precio. Lo que hacía mi padre era sacar un fajo de fresco y crujientes pesos y se los entregaba al hombre. Recuerdo la expresión de gratitud que le daba el barbero a la vez que le daba las gracias interminablemente. Sofilio también me dijo que la elegancia de mi padre en la pista de baile aumentaba su fama de caballero.

Una vez nos quedamos a dormir en el campo de El Caimito. La casa de nuestros primos estaba encaramada en el acantilado más alto. Cerca de la entrada había un cuadrante de mosaico español muy bien distribuido donde se reunían una banda de músicos improvisada y bailarines de merengue. Digo improvisado porque los instrumentos eran en su mayoría ollas y otros utensilios de cocina.

El rasguño de la güira era hipnótica, una señal de que el ritmo estaba acelerando. Mi padre puso a un lado su fedora, sacó sus llaves, billetera y caja de cigarrillos de sus bolsillos y arrastró a la pista de baile a la mujer que le quedaba más cerca. Sin perder el ritmo, controlaba cada paso de su compañera, maniobrando vueltas muy complicadas. Sus piernas se movían a una velocidad que nunca antes había visto. Como todos los demás, lo miraba hipnotizada mientras apreciaba su risa ronca y el sudor que barnizaba su piel bronceada.

En ese momento solo quería una cosa. Le pedí a Dios que protegiera su salud y le permitiera vivir hasta que yo estuviera vieja. Eché un vistazo a los cigarrillos que se iluminaron por el cielo nocturno, o quizás fue Dios. Agarré el paquete y lo tiré sobre la cerca a un acantilado cercano. Estaba segura de que mi petición había sido concedida, tan segura que incluso cuando vi un cigarrillo entre los delgados labios de mi padre la mañana siguiente, simplemente le di un gran abrazo.

DOS PAÍSES, DOS VIDAS

Papi siempre me aseguró que yo era la única razón por la que permanecía en los Estados Unidos. Que una vez yo cumpliera los 18 años, se iría a su tierra natal, como era su sueño. Habían dos fechas importantes en la vida de mi padre, Navidad y mi cumpleaños que cae a sólo tres días después de Navidad.

En lo que fue su última petición, me pidió que pasara las fiestas navideñas y mis cumpleaños número 21 en la República Dominicana con él . Pero me encontraba en Miami, estudiando en la universidad, así que decidí pasar ese día tan especial para él con mis amigos en un elegante bar donde durante mucho tiempo me habían negado el acceso.

Le prometí visitarlo más tarde, durante las vacaciones de primavera del próximo año.

Gabriella, y su papi Juan Rodríguez, con un bizcocho que él preparó

Gabriella, y su papi Juan Rodríguez, con un bizcocho que él preparó

A solo tres meses de mi cumpleaños, recibí una llamada telefónica. Los pulmones de mi padre habían colapsado. Él me había llamado unas semanas antes, su voz sonaba más ronca de lo habitual. Dijo que era simplemente una tos obstinada. Su desagrado por los médicos y los frecuentes chequeos lo llevaron a la muerte. Ni siquiera una traqueotomía pudo mejorar su vida. El tabaquismo pudo más que él y falleció de cáncer de los pulmones en la primavera del 2017.

Después de su muerte, me llené de remordimiento y soledad, síntomas que en vano traté de ignorar.

LIMPIAR LA CORTINA DE HUMO

Guardé eventos e imágenes en un ordenado archivo en las catacumbas de mi psique. Permanecieron allí, por muchos años, mientras tomaba decisiones destructivas – sin rumbo – a causa de la pérdida de alguien tan importante en mi vida. Me rendí y no quise terminar la universidad, me olvidé de las metas que había trazado en mi vida, de la relación con mi madre (lo único que me quedaba) y, sobre todo, me di por vencida conmigo misma y perdí el amor propio.

Tenía 23 años cuando empezó la locura del vaping. Empezó como algo que hacía cuando tomaba cerveza o vodka, luego se convirtió en una muleta que yo no sabía que necesitaba. Una noche, sentada en mi balcón en La Pequeña Habana, a 803 millas de la tumba de mi padre en El Caimito, soplando el sabor a menta del vaporizador, me di cuenta de mi evidente hipocresía. Mientras respiraba los últimos restos del vaporizador desechable, pensé en como a los 12 años hubiera encontrado mi adicción irónica – y eso es poco decir. Durante dos años después de la muerte de El Caballero, no me había permitido pensar profundamente en él. Pero esa noche, mientras saboreaba el humo con sabor a hierbabuena, ese archivo se abrió de repente y con fuerza. “¿Qué diría El Caballero de Santiago si estuviera aquí y me viera inhalando este humo?” Me pregunté.

Miré intensamente al vaporizador y me di cuenta de que su legado era lo que más le importaba. Su familia. Yo. Tiré el vaporizador por el balcón y tarareé un tempo caribeño de cuatro ritmos.

Actualmente, la paz en mi vida proviene de permitirme expresar mis emociones sobre la pérdida de mi padre. He desarrollado el deseo de luchar por la superación – tanto para El Caballero como para mí.

Gabriella graduated from FIU in fall 2020 with a bachelor's degree in journalism and a concentration in pre-law. She enjoys creating data visualizations using Adobe illustrator (personal visual blog on Instagram @thestrugglingjournalist). In her free time (and for hire), she enjoys DJ-ing all genres of music and creating playlists for her family and friends.